Microrrelatos 2014

Primer premiado en el II Concurso Microrrelatos Improvisados de Coín.

Aquella puerta llevaba días sin abrirse, últimamente ninguno de los niños había sido llamado a girar aquella manilla circular, para cruzar al otro lado.

Aurora llevaba tiempo preparándose. Ya no dormía con aquel escuálido perro de peluche, regalo de su abuela en su tercer cumpleaños, ya no lloraba desconsoladamente sí se despertaba a media noche, y si tenía sed, era capaz de servirse ella misma un vaso de agua. Iba sola a la panadería por encargo de su madre, y volvía a casa contando las monedas que le habían devuelto, sabiendo que al llegar a casa las podría guardar en la hucha de lata que pronto se convertiría en un nuevo libro.

Aquel sábado se levantó temprano, como todos. En pijama y descalza bajó a la cocina, se preparó un vaso de leche con cacao y se sentó frente al televisor para ver su programa favorito, “un erizo en la ciudad y mil aventuras más”. De repente, el protagonista dejó de ser el real erizo de siempre para transformarse a los ojos de Aurora en un chaval disfrazado de erizo en mitad de un colorido escenario de madera y goma espuma. Era la señal, había llegado el momento en el que Aurora debía abrir esa puerta. Al otro lado, una nueva etapa repleta de experiencias y emociones la estaba esperando: la adolescencia.

Relato escrito por

Alba González Hevilla



Segundo premiado en el II Concurso de Microrrelatos Improvisados de Coín.

Aquella puerta llevaba días sin abrirse y el nerviosismo se apoderaba de Miguel, la había contemplado, la había examinado con detenimiento, observando como extrañas sombras pasaban a gran velocidad tras aquel gran macizo de madera. Temía ser él el siguiente, y abrazaba sus rodillas esperando el momento en el que cediera la gran muralla que creía haber construido.

No, no veía la claridad, no intuía rayo de sol alguno que osado, intentara colarse bajo las rendijas de aquella puerta. Y el silencio había ahogado los gritos, que se habían convertido en normales días atrás. Allí, bajo aquella mesa, se sentía seguro; allí bajo aquella mesa, torturaba a su pensamiento, que había encontrado en la culpabilidad y la incertidumbre la manera de derrotarlo. No, no podía dejar de pensar que fue él, y sólo él, el causante del silencio.

Había encontrado aquella caja, parecía vieja, regastada, y escondida durante mucho tiempo bajo el gran tronco de aquel árbol, y las raíces se habían encargado en hacerla prisionera. No contaban con las finas manos y la destreza del que descubre aquello que de repente quiere conseguir pues avisa entender que era su regalo ¡¡Alguien lo puso allí sabiendo que serían sus dedos quienes lo encontrarían!! La abrió y una luz cegadora recorrió el horizonte y de repente la oscuridad se hizo presente, de repente, el mundo se envolvió en las sombras, y el sonido se hizo ruido en forma de un grito permanente y estridente que lo enloquecía. El pequeño riachuelo del agua clara se torno negra y opaca y comenzaron a reflotar pequeños renacuajos que seguían abajo. De los árboles empezaron a caer, tanto frutos como pájaros y fue ahí cuando emprendió su carrera. Saboreó en su caminar el terreno tropezando en varias ocasiones por un sendero que creía conocer al “dedillo”. Pero cuando al solo lo envuelve la sombra, todo, todo es diferente.

No vio a nadie, no escuchó nada más que el agudo chillido de gritos en la distancia. Empujó con determinación la puerta de aquella abandonada panadería. Se culpaba de no tener el valor suficiente de ir y mirar si habían sobrevivido, aquello que tanto amaba pero simplemente no tenía el valor suficiente de abandonar un escondite que hizo suyo. Atrancó la puerta con aquella mesa circular, apuntalada con pequeñas palas que dejaron hace tiempo de acercar el pan de la profundidad de un horno que ahora utilizaba como cama.

Sí, he sido yo, yo abrí la caja, yo provoqué la oscuridad, yo maté al sol y ahora estoy solo. Yo fui, yo fui, yo fui repetía abrazando sus rodillas mientras balanceaba su cuerpo y contemplaba las sombras que con avidez se colaban bajo la puerta. Una puerta que comenzó a moverse, a cimbrear y a ceder.

- ¡¡Aquí están!!

Relato escrito por

Daniel Zambrana Acedo



Tercer premiado en el II Concurso de Microrrelatos Improvisados de Coín.

Aquella puerta llevaba días sin abrirse, lo que antes era una tradición se convirtió en algo inusual. El chico intuía a dónde conducía esa puerta, pero sin embargo, algo le impedía abrirla. Ya desde temprana edad, su padre le contó un gran secreto, y tan solo a veces, tras esa revelación, se aventuraba a abrirla. Aquella puerta circular que con tanto anhelo su propio ser custodiaba, era un camino hacía el interior, donde sus sentimientos se batían en duelo en una interminable lucha para restaurar el equilibrio. Su corazón pedía a gritos que abriera esa puerta y acabase con la rebelión. Una rebelión que en el mundo terrenal llamaban miedo pero él no pertenecía a ese mundo. De donde él procedía la vida era un tanto diferente.

Fueron muchos días los que pasó en medio de aquella infinita oscuridad, esperando una señal que le indicase el camino. En aquel mundo, el hambre y el sueño no existían. Los seres que allí habitaban se alimentaban de algo más importante, el alma. Inmerso en aquella oscuridad, sus pensamientos se desbordaron con una luna llena inexistente. Recordaba cómo era su vida antes de aquella catastrófica guerra. Tras la llegada de aquellos seres a su mundo, el equilibrio se convirtió en inestabilidad. Esos seres, aun siendo escuálidos, no escatimaban en fuerza, y toda esa paz que aquellos días tenía desapareció.

Esos días en los que aquellos seres no acechaban eran un regalo. Podía permitirse, aunque no durante demasiado tiempo abrir la puerta y dejar que su alma saliera al exterior. Consiguiendo así separar los conflictos que en su interior se hallaban. Él nunca fue consciente del paso del tiempo, pero un día despertó en un mundo que no conocía. A pesar de la oscuridad, su oído reconocería sonidos que captaba. El silencio y la quietud habían desaparecido, y su cuerpo, sentía. Tras varios días tuvo una sensación extraña, un rayo de luz se filtró a través de sus pupilas, lo que produjo una reacción en su cerebro, podía ver. Estaba rodeado de extrañas personas con bata blanca y numerosos tubos que conectaban su cuerpo con maquinas. Sentía la excitación del ambiente. Pronto vislumbró una cara que le era familiar, su padre.

Inmediatamente, como si de las piezas de un puzzle se tratase, lo recordó todo. Ese olor tan característico le hizo retroceder en el tiempo. Estaba en la panadería de su padre, intentaba coger aquella barra de pan de lo alto de la estantería, como su padre siempre hacía. Cayó al suelo. Entonces lo comprendió todo. Aquellos seres que desesperadamente intentaban hacerse con su alma eran esas maquinas que le mantenían con vida cuando su cuerpo no funcionaba. Aquella puerta donde encerró su alma conducía a la vida. Y cada vez que la abría, se traducía en un progreso en su pase de la operación, tras estar más de tres años en coma.

Inmediatamente su padre le sostuvo entre sus brazos, y le dijo “Bienvenido a casa, hijo”.

Relato escrito por

Samuel Titchener Fernández



Premiado “Especial Praxylia” en el II Concurso de Microrrelatos Improvisados de Coín.

EL DON DE LA NIÑA ISABEL

Aquella puerta llevaba días sin abrirse. Nadie de los que formábamos parte del servicio de la hacienda nos habíamos dado cuenta de ese detalle, salvo mi hermana Isabel. Un día, mientras yo estaba avivando con un fuelle la lumbre que ardía en el hogar y levantaba una lluvia de ceniza que iba a fundirse, como copos de nieve fúnebre, con el puchero que ardía mansamente, Isabel entró en la cocina y dijo: - Anoche volví a ver el fantasma de la señorita Ángela vagando por el olivar. Mi madre, alarmada, le gritó que se callara. Si esas afirmaciones llegaban a oídos de D. Gregorio, seríamos echadas de allí inmediatamente. Pero Isabel no hizo caso y estuvo varios días porfiando en ello. Ella nunca solía mentir, su risa fresca como jilguero hacía que siempre la creyeran y por eso yo también albergaba dudas de la veracidad o no de sus visiones. Nosotras éramos apenas unas inocentes niñas de ocho años, que ayudábamos a madre en las tareas. Lo que más me gustaba era cuando íbamos a la plaza circular del pueblo, a la panadería de don Fermín y este nos daba piruletas de fresa de regalo.

Ahora recuerdo que sólo una vez Isabel me había mentido al negarme sus sentimientos con respecto al señorito Ignacio. Fue hace un año, cuando éste regresó de Madrid tras haber finalizado sus estudios de Derecho allí. Al verle, a Isabel se le cayó la cesta cargada de panes que llevaba para hacer migas. Al oír el estruendo, se acercó para ayudarla y al sentir la presencia tan cercana de éste, Isabel sintió una especie de escalofrío que recorrió su columna vertebral y apenas la dejó articular palabras cuando le saludó y le agradeció su ayuda. El señorito Ignacio se había convertido en un hombre que irradiaba sensualidad, alegría y seguridad, como esa que dan las coronas, con su pelo peinado hacia atrás y su porte irresistible de puro varonil…

Isabel supo desde entonces que iba a ser el hombre en el que le gustaría casarse, porque un hombre así era capaz de amarrarla a la vida y salvarla del vaivén mediocre de su existencia. Ignacio significaba conocimientos y vivencias mientras que ella solo tenía ignorancia y pobreza. Se sentía como un vilano que sueña atrapar la luna y sólo puede vagar por la tierra. Cuando me topé luego con ella, sus piernas temblorosas y la palidez de su rostro delatan que había sido casi devorada por un lobo y jamás se recuperaría de sus heridas.

Isabel había nacido con muchos problemas, fue la segunda de las dos y por eso su cuerpo era deforme y grotesco, sus brazos duros como leños, rematados por unas manos nudosas como las raíces de los árboles, pero tenía un don, era capaz de anticipar el sexo de los bebés de las mujeres encinta con sólo poner sus manos en sus barrigas en los primeros meses de embarazo. Algunas creían que era cosa de brujería, porque nunca erraba, y eso que sólo era una niña de ocho años.

- La señorita Ángela está esperando.- Dijo un día. Mi madre se enfadó tanto al oír tremendo disparate que la envió a su cuarto y que no saliera en días. La señorita Ángela sólo tenía dieciséis años. Era alegre y llenaba de luz la gris rutina de la hacienda. Siempre alegraba a su hermana y envidiaba la suerte que tenía de poder conocer mundo y ampliar sus conocimientos. A las pocas semanas el señor D. Gregorio nos comunicó que la señorita Ángela tenía que marchar a la ciudad por una enfermedad repentina y extraña pero Isabel aseguraba que el cochazo negro que vino a recogerla, partió sin ella.

Una noche cuando hasta los gallos dormían, Isabel me despertó y me contó que mientras estaba dando una de sus paseos nocturnos había visto a don Gregorio y al señorito Ignacio cavar una fosa y depositaba en ella un saco ante el que se habían santiguado. En aquel movimiento no le dimos importancia porque la señorita Ángela volvió a los pocos días, escuálida pero recuperada, aunque con un vacío tremendo en su mirada. Ahora que ya somos adultos, tengo la certeza de que, lo que nos estuvo despertando durante años, como desgarrando el silencio del campo, no fue nada que perteneciera a este mundo, sino el llanto soterrado de un niño.

Relato escrito por

Mª Ángeles Rodríguez Marmolejo

No hay comentarios:

Publicar un comentario