Microrrelatos 2015


PREMIO “ESPECIAL PRAXYLIA” III CONCURSO DE MICRO-RELATOS IMPROVISADOS DE COÍN.
Las casualidades no existen y que Alex necesitaba un cambio lo sabíamos todos. Por eso no nos sorprendió cuando hizo sus maletas, sacó todo su dinero del banco y se despidió de nosotros con una frase que le encantaba; “Chicos creo que hoy iba a morirme de aburrimiento en la oficina. Literalmente. Y en cinco minutos soñé toda una vida, voy a vivirla”.


Tuvo el cambio más radical de todos y aplaudimos su decisión, llevaba posponiéndola treinta y dos años.
Hoy, un mes antes que de costumbre, estoy sentado cerca de un gran árbol, leyendo una nota:

* Pasar más de doce horas en esa caja de zapatos que llaman avión. P.D: creí que me moría unas siete veces
* Entrar en la Gran Pirámide de Keops. P.D: en Egipto son importantes los sombreros y sí, pensé que me asfixiaba unas ciento cincuenta veces.
* Nadar con delfines. P.D: razón por la cual llevo cabestrillo, ¿mereció la pena hacer el payaso? Sí.
* Ir a las Vegas, gastarme la mitad de lo ahorrado y vestirme de Elvis. P.D: no hay coyotes en los casinos, en el desierto sí.
* Besar a tres chicas que siempre me han gustado. P.D: me llevé tres guantazos, pero ¡qué subidón!
* Escuchar a mi madre contarme la historia de cómo la conquistó mi padre. P.D: pésima manera. La grabé en video.
* Poneros a todos frenéticos porque no tenéis ni idea de lo que estoy haciendo. P.D: ésta no la sé con seguridad pero me anoto el “check” porque me encantaría.

No me iba a dar tiempo a mucho más, bueno, le dije hijo de… me quedé tranquilo con respecto a mi jefe. Una cosa más, planifiqué mi vida en cinco minutos cuando me dijeron que me quedaban menos de dos meses de vida. Han sido dos meses cojonudos. Vosotros tenéis más tiempo cabronazos, aprovechadlo bien. No os vais a llevar nada (Elena deja de ahorrar para la maldita hipoteca, gasta el dinero en cervezas), sólo las experiencias acumuladas. Sed valientes, no esperéis tanto como yo. Salid de vuestros agujeros de una vez.

Os quiere, Alex.

P.D: si puedo, os visitaré como fantasma, os lo prometo.

Me levanté con una sonrisa en los labios. Ahora, dos años después, puedo leer la copia de esa nota sonriendo. Que nos ocultara la verdad dolió al principio, pero su lección se nos grabó a fuego.

“En mí dejaste huella, tío. Espero esa visita fantasmal”.

El aire que de repente revolvió mi pelo, me sirvió como respuesta. Voy a por mi cambio.



TERCER PREMIADO III CONCURSOS MICRO-RELATOS IMPROVISADOS DE COÍN.


Las casualidades no existen todo está sometido al principio de causalidad, es decir, existe un encadenamiento necesario de las causas y efectos de los entes y seres que pueblan este inconsolable planeta. Lo que sucede es que ignoramos cómo se tejen y destejen esas causas y efectos, y a eso le llamamos casualidad, azar, fortuna o suerte. Sin embargo, sería imposible remontar la cadena infinita de causas y efectos que tuvieron que acontecer para que nuestras miradas se cruzaran en la vasta soledad del espacio-tiempo. Sin que el análisis pretenda ser demasiado exhaustivo, la que más tarde habría de ser su madre tuvo que viajar por motivos laborales desde un pueblo de Valladolid a Barcelona junto con su familia. Allí dejaron el cabestrillo, la broza, el agujero que había junto al apero donde guardaban los ahorros, y el sombrero olvidado del padre, Justo.

El que años después fuera su padre, pero esta vez solo, viajó por idénticas razones a Barcelona. En esa gran ciudad, entonces curiosamente más que en la actualidad, tuvieron que cruzarse esa mujer y ese hombre, tuvieron que sentirse atraídos el uno hacía el otro como dos coyotes frenéticos, si se me permite el símil; tuvieron que mantener una relación y, al cabo de unos años, nació ella. Pero la casualidad o, si se quiere, el milagro, no termina ahí. Si su padre no hubiera decidido regresar después de un tiempo a Málaga, quizá nunca se hubieren cruzado nuestras miradas, quizá nuestros cuerpos no se hubieran sentido atraídos el uno hacía el otro como dos coyotes frenéticos en medio de la noche. Al igual que ella, yo fui transformándome en otro, y no solo por responder a lo que ella me suscita ser, al que yo creo en mí gracias a ella, alguien donde luego bastante mejor moralmente que el que yo había sido hasta entonces. Pues aunque no era Hefesto, no podía presumir de reunir muchas virtudes. Tampoco es que ahora pueda hacerlo, pero los motivos de mi felicidad son menos indignos. Ahora somos otro, ni ella ni yo, sino nosotros.

Insisto, pues, las casualidades no existen: El destino nos ha unido. No es que el destino esté escrito, según se dice, como si estuviera en un libro secreto guardado en una caja. Más bien el destino está escribiéndose tan velozmente que nadie, ni la inteligencia más audaz y brillante, puede leer tan deprisa cómo violan las páginas, cómo se pasa nuestra vida, tan corriendo.

Ante ello, ¿qué podemos hacer? Intentar jugar lo mejor posible nuestras cartas y, sobre todo, celebrar todos estos maravillosos milagros que nos ha deparado y nos sigue separando la vida, por si acaso algún día no seguimos juntos.



SEGUNDO PREMIADO III CONCURSO MICRO-RELATOS IMPROVISADOS DE COÍN.


Las casualidades no existen, piensa mientras devuelve la caja al agujero que ha excavado con la única mano útil que le queda, y lo cubre con puñados de hierba y broza arrancados de los matojos raquíticos que crecen resignados a su alrededor.

Después, Rashid extrae del bolsillo de su camisa la bolsa de plástico con la única foto que conserva de todos (cuando los tiempos eran felices y no había que preocuparse de nada, cuando en la mente de nadie cabía aún la necesidad de emprender un viaje como aquel, y su madre se afanaba en preparar los dulces que les gustaba comer después de pasar el día en el monte, mientras su padre se sentaba un rato al fresco del atardecer, en la puerta de la choza, con aquel extraño sombrero de vaquero que nadie sabía de dónde había sacado, y que siempre se ponía cuando pensaba entretenerlos contándoles historias fantásticas, que les provocaban un escalofrío cuando, siempre en el momento de máxima tensión, se oía a lo lejos el aullido de un coyote; y ellos se quedaban muy quietos oyendo las historias de su padre, sin imaginar que un día, primero Hasán y luego Rashid, tendrían que viajar al otro lado del mar, tan lejos que no se oirían los aullidos y apenas se recordarían los rostros de la infancia. Hasán, que fue el primero y del que no volvieron a saber. Hasán, el propietario de la única copia de aquella foto que ahora él devuelve a su bolsillo, mientras se reacomoda cómo puede el brazo fracturado, se aprieta con los dientes el trozo de tela que le sirve de cabestrillo y reanuda la marcha. De pronto, más cerca de lo que había esperado, se escucha un ladrido, y en seguida otro, y otro más. Dos potentes haces de luz se encienden y el rugido de un motor ahoga todos los demás ruidos. Deslumbrado, agotado y con el brazo dolorido, mira en torno a sí y quiera echar a correr, pero las piernas no le obedecen. Mientras su corazón palpita frenético, sus músculos desisten de toda actividad. Entonces comprende y acepta. Entiende que este es el final del viaje, que no ha podido dar un paso más allá que su hermano. Comprende que unos días después contemplará de nuevo el mar desde la otra orilla, y sus ojos se fijarán en esa playa donde se acaban los sueños, y donde alguien, tal vez no dentro de mucho, añada su propia foto a las que guarda esa caja enterrada en algún lugar, al otro lado.



PRIMER PREMIADO III CONCURSO DE MICRO-RELATOS IMPROVISADOS DE COÍN.

Las casualidades no existen querida. Alguien con un nombre como el suyo, Hefesto, no podrá creer que todo aquello que había sucedido, era un juego del azar.

Su mente se remontó al día en que tomó la decisión mientras preparaba el desayuno.

El invierno había sido largo y duro. Más duro de lo que un viejo “coyote” como él recordaba. Como cada mañana, se enfundó su abrigo, ese del agujero en el bolsillo izquierdo por el que en más de una ocasión, una moneda había encontrado la libertad y su sombrero, distinción de todo caballero.

Se limpió la broza de los zapatos, recuerdo del paseo del día anterior por el único parque que el progreso del cemento había indultado y salió a la calle.

Respiró el gélido aire que debía venir de alguna lejana montaña y le dirigió a la agencia de viajes con la mente puesta en un paraíso de sol y playa. El frenético ritmo de la ciudad hacía tiempo que no tenía nada que ver con él.

Prejubilado, soltero y sin hijos, era un milagro que no se hubiera convertido en un viejo cascarrabias, se decía bromeando a sí mismo.

Había vivido toda su vida en aquella ciudad, un lugar del mundo al que el calor tenía reparos en visitar. Era hora de un cambio, antes de que le metieran en la caja de polvo.

Despistado, soñando despierto, imaginándose tumbado en la arena desafiando al astro rey, sin miedo al cáncer de piel, escuchando el ir y venir de las olas en la orilla, olvidó comprobar en qué color se encontraba el semáforo.

El ruido de unos frenos es lo último que escucho antes de volver a abrir los ojos y encontrarse en una camilla con un rostro familiar a su lado.

- ¿Estás bien?- Le preguntó aquella, al principio, imagen borrosa.
- Ma… ¿Marta?

Allí estaba él, en la posición menos decorosa posible, avergonzado, con un brazo en cabestrillo, sin noticias de su sombreo, cortes en la cara y un tobillo hinchado, ante el amor de su vida.

- Veintitrés años sin volver a la ciudad y es así como te encuentro – dijo sonriendo levemente. – Vaya casualidad.

Él se incorporó todo lo que pudo con la supervisión del enfermero de la ambulancia.

Habrá olvidado ya las playas, el sol y los refrescos con sombrilla. Tomó una determinación, cambiar, y la vida le recompensaba su heroísmo.

- Las casualidades no existen querida.

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